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Diócesis de Barahona “Homilía de la Misa Crismal 2024”

Diócesis de Barahona “Homilía de la Misa Crismal 2024”

El pasado jueves 28 de marzo, en la celebración de la Misa Crismal en la Diócesis de Barahona Monseñor Andrés Napoleón Romero Cárdenas, obispo inicio su homilía inicio saludando al obispo emérito         Monseñor Rafael Felipe Núñez, a los sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados y fieles laicos venido de toda la diócesis para esta misa Crismal. En la que se realiza la consagración del santo Crisma y la bendición de los óleos de los catecúmenos y de los enfermos que van a ser utilizados en toda la diócesis como causas de la misericordia del Señor en la celebración de los Sacramentos.

Es una celebración que nos une como pueblo sacerdotal profético y real. Continuó  diciendo que para quienes hemos recibido la unción del crisma de modo particular el día de nuestra ordenación sacerdotal nos ayuda a hacer nuestra aquella exhortación del apóstol Pablo a Timoteo:  “reaviva el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” ( 2da de Timoteo 1,6” este presbiterio diocesano que unido a su Obispo, renueva su entrega generosa al servicio del pueblo de Dios confiados en la Palabra de Aquel que nos llamó, nos capacitó para el ministerio y no sostiene diariamente con su gracia.

Recordemos en esta celebración, queridos hermanos sacerdotes que la iglesia nos pide caminar en sinodalidad. Los sacerdotes hacemos, visible la sinodalidad viviendo la Fraternidad sacerdotal.

La Misa Crismal es la celebración por excelencia de la fraternidad sacerdotal del presbiterio,  unidos a su Obispo. Como recuerda el Concilio Vaticano II “los presbíteros, constituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental y forman un presbíteros especial en la diócesis a cuyo servicio se consagran bajo el obispo propio. Porque, aunque se entreguen a diversas funciones desempeñan con todo un solo ministerio sacerdotal para los hombres” (Presbyterorum ordinis, 8)

La fraternidad se nos regala sin pedirla y es para siempre. No nos hemos elegido unos a otros en el presbiterio, no estamos unidos por una afición común, ni una doctrina, ni ideología o proyecto; ni siquiera por un plan pastoral. Somos hermanos por una llamada personal del Señor Jesús y por el envío a anunciarlo a las gentes. Somos una comunidad sacramental, que tiene su origen y un fundamento en Dios- Padre, Hijo y Espíritu Santo a partir de la ordenación.

La comunión es el signo distintivo del cristiano y la realización del mayor de los mandamientos: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros, igual que yo les he amado, ámense también entre ustedes. La señal por lo que conocerán todos que son discípulos míos, será que se aman unos a otros“  (Juan 13, 34-35). Por la acción del Espíritu, el amor cristiano tiene un dinamismo comunitario,  une a los discípulos de Jesús entre sí (aunque éstos sean de distintas lenguas, pueblos, razas y lo constituye en pueblo de Dios en la iglesia).

Los miembros de la iglesia estamos Unidos unos con otros por nuestra unión común con Cristo por la fe y el Bautismo que inauguran la trayectoria y vida sacramentales que alcanzan su momento supremo en la Eucaristía. De la fe bautismal, si es una fe viva, nacen los frutos de la caridad fraterna y de la unidad eclesial.

El proyecto de Dios es la comunión para todos los hombres. El fundamento para esta comunión nos lo recuerda Pablo en la carta a los Efesios: “Uno solo señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos” (Efesios 4, 5-6).

La comunión de los corazones es el cumplimiento en medio de los hombres de la oración y deseo de Cristo: “Que todos sean uno. Como tu Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Juan 17,21) Así la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre del hijo y del Espíritu Santo (LG 4)

La iglesia es UNA, pero está formada por muchos miembros, es esparcidos a lo ancho del mundo. La unidad de ese cuerpo eclesial deberá estar asegurada por la unidad de todos los Pastores responsables de las Iglesias locales que, bajo el influjo del Espíritu, principio unificador indefectible, “mientras gobiernan bien la propia iglesia, en cuanto es una porción de la Iglesia universal, contribuyen eficazmente al bien de todo el Cuerpo místico” (ibídem).

“La fraternidad sacramental es como un vínculo de consanguinidad que une a todos los miembros del presbiterio: por las venas del espíritu de todos los sacerdotes corre la sangre de un mismo sacramento, y sobre los hombros de todo pesa la común misión apostólica. Desde este momento, el presbítero pasa a pertenecer a otra familia: los suyos son ahora todos los miembros del presbiterio y por esto por la misma naturaleza del sacerdocio, del cual participan por igual de todos los presbíteros”.

lLejos de ser una ordenación sacerdotal exclusiva y excluyente, el sacerdote se descubre también en su ordenación como hermano de otros sacerdote. “Decir que el Sacramento del orden suprime las fronteras geográficas, raciales, sociales, culturales, etc., es decir poco. El orden sacerdotal va mucho más allá: genera una nueva idéntica naturaleza en cada uno de los presbíteros, razón para la cual todos los sacerdotes de la Iglesia son hermanos entre sí.

Cada persona tiene la bella capacidad de comunicar calor, aceptación, escucha, comprensión interés y cordialidad, pero también tiene la capacidad de herir a los otros, a propósito o sin quererlo. Por eso, la calidad de encuentro, la relación oportuna es una necesidad.

Fraternidad como desafío

Queridos sacerdotes, el pasaje de la primera lectura que se lee siempre en esta misa expresamente la misión sacerdotal que cada uno de nosotros está llamado a asumir: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad para proclamar el año de gracia del Señor”…

Jesús comenta esta palabras del profeta Isaías se refieren a Él afirmando: Hoy se cumple esta escritura que acaban de oír” (Lucas 4, 21). Todas las prefiguraciones del sacerdocio del Antiguo Testamento encuentran su realización en él, único y definitivo mediador entre Dios y los hombres.

Jesús es el Ungido del Señor, a quien el Padre ha enviado para anunciar la Buena nueva a los pobres y a los afligidos, para traer a los hombres la liberación de sus pecados. Él es el que ha enviado para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios.

El mismo Señor Jesús ha hecho de todos nosotros, los bautizados, un reino de sacerdotes. Por el bautismo hemos sido ungidos y consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para ofrecer, a través de las obras propias del cristiano sacrificios espirituales. Como ungidos y consagrados, todos los cristianos estamos llamados a dejar que el don de la nueva vida de la gracia recibida en el bautismo se desarrolle en nosotros mediante una fe viva en el Dios vivo, que viene a nuestro encuentro y nos ofrece su amistad y su amor en su Hijo: una fe personal en comunión con la fe de la Iglesia, que se alimenta en la oración de la participación frecuente los sacramentos de la Eucaristía y en la Reconciliación; una fe que es viva si opera en la caridad. Todos los bautizados hemos sido ungidos para ser enviados a anunciar la Buena nueva que es Jesucristo. Nuestra vocación es ser discípulos misioneros del Señor.

En otro nivel cualitativamente distinto, el Señor ha hecho un reino de sacerdotes de nosotros, los sacerdotes: por una función especial hemos sido ordenados para ser ministro de Cristo y del pueblo santo de Dios, es decir, servidores que pastorean al pueblo sacerdotal, que anuncian la Buena nueva y ofrecen el sacrificio eucarístico a Dios en nombre de la persona de Cristo (cf. LG 10); somos sacerdote no en promedio propio, sino para servir al sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios.

Nosotros los sacerdotes estamos llamados a servir a todos los bautizados para que vivan su sacerdocio común, es decir, su unción y vocación bautismal, ofreciéndoles en nombre de Cristo la Buena nueva que les lleve al encuentro personal y transformador con Él y a su seguimiento en la comunidad cristiana; estamos enviados para ayudarles a descubrir o redescubrir la vocación a la alegría del amor de Dios y de amor a Dios y a los hermanos; estamos unidos y enviados para acompañarles personalmente en su existencia y vida cristiana concretas: en las alegrías y en las penas, en los gozos, en las dificultades, y en la crisis, ellos necesitan y reclaman nuestro testimonio y apoyo para hacer de su vida una ofrenda a Dios y una entrega a los demás en la vocación concreta de cada uno; en una palabra, estamos llamados a servirles para que sean discípulos misioneros del Señor.

Así surgirán comunidades de discípulos misioneros, que se saben enviadas y salen a la misión; que van a las periferias existenciales, geográficas para de anunciar el Evangelio del amor de Dios a los pobres de Dios, de cultura y de pan; para proclamar a los cautivos la libertad, que solo se consigue cuando la única atadura es Dios, para devolver a los ciegos la vista, que sólo la luz de Dios puede conceder, para poner en libertad a los oprimidos por los pecados propios o ajenos, por las injusticias, por los odios, por los egoísmos,  para proclamar el año de gracia del Señor que este siempre actual porque su misericordia es eterna.

Nuestro primer ejercicio será ayudar a los propios bautizados a conocer a Dios y a su Palabra para llevarlos al encuentro personal con Cristo en la oración, que aviven el don de su bautismo.

Amados hermanos sacerdotes. Nuestras promesas sacerdotales. Se trata de un rito que cobra  su pleno valor y sentido precisamente como expresión del camino de santidad, de fidelidad y de ardor apostólico, al que el Señor nos ha llamado por la senda del sacerdocio del servicio pastoral. Cada uno de nosotros recorre este camino de manera muy personal, sólo conocida por Dios, que escruta y penetra los corazones.

¡Acojamos la invitación del Señor a vivir con radicalidad evangélica el don y el ministerio recibidos!

Dios es siempre fiel. Él nos ha llamado, ungido y enviado.  Y no se arrepiente de ello. Acojamos su fidelidad con la naturaleza. La fidelidad que les ofrecemos al Señor, antes que respuesta nuestra a Dios, es fruto de la fidelidad de Dios hacia nosotros. No es tanto fruto de nuestra perseverancia como regalo de la gracia (S. Agustín).

Cuántos motivos para dar Gracias a Dios por su misericordia. Cómo no rememorar tantos dones recibidos, tanta misericordia derramada a lo largo de los años de nuestra existencia:  “He ungido a David mi siervo para que mi mano esté siempre con él. Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán. Él me invocará, Tú eres mi Padre” (Sal 88) Estas palabras es también se aplican a nosotros. Dios nos ha ungido, nos ha consagrado nos ha hecho suyos: su fidelidad y su misericordia nos acompañan. Es la luz de nuestra vida, es nuestro descanso y la fuente de nuestra esperanza.

Que a todos nos sostenga la santísima Virgen María, Madre del Señor y Madre de los sacerdotes. Que ella nos obtenga a nosotros, frágiles vasijas de barro, la gracia de llenarnos de la unción divina. Dóciles del Espíritu del Señor, seremos ministros fieles de su Evangelio y del Pueblo santo de Dios. Amén.