Una estima por la Sagrada Escritura, un amor vivo y suave por la Palabra de Dios escrita es la herencia que san Jerónimo ha dejado a la Iglesia a través de su vida y sus obras. Las expresiones, tomadas de la memoria litúrgica del santo[1], nos ofrecen una clave de lectura indispensable para conocer, en el XVI centenario de su muerte, su admirable figura en la historia de la Iglesia y su gran amor por Cristo. Este amor se extiende, como un río en muchos cauces, a través de su obra de incansable estudioso, traductor, exegeta, profundo conocedor y apasionado divulgador de la Sagrada Escritura; fino intérprete de los textos bíblicos; ardiente y en ocasiones impetuoso defensor de la verdad cristiana; ascético y eremita intransigente, además de experto guía espiritual, en su generosidad y ternura. Hoy, mil seiscientos años después, su figura sigue siendo de gran actualidad para nosotros, cristianos del siglo XXI.

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